Quizás no sea el punto, mirarte como se mira a un modelo. Quizás a otras personas les parecería demasiado. Y no creo que entiendan mi gusto, sobre todo los que me quieren, por esa cercanía que impide amar sin reproches. A veces me pregunto qué sentirías si me plantara frente a vos, y tímidamente (sí, porque no veo otra forma) te explicara mi admiración, con palabras suaves. Entonces caería en tus manos, y temo que despiadadamente vociferaras cosas que no podría perdonarte, pero eso es lo que quiero en vos. Quizás no sería ya tan glamoroso sentarme cerca tuyo y sosteniendo tu mano, secarte los sudores, limpiarte la piel. Olvidaría pronto lo mucho que me seducen tus ojos maquillados, tu cráneo y tus manos, si presenciara tus derrumbes tóxicos. No debería saber, las noches que no dormís, el sexo que te atrae, los dolores constantes, el desprecio que acompaña a todas tus miradas. Eso no es lo mío. Yo amo tu irreverencia, tu rebeldía en conjunto, tu ira cruel, tus puteadas detallistas, tu mecanismo de defensa. Tu desfachatez, tu ácida ironía. Todo eso que te hace un reverendo hijo de puta. Y me encanta, me deleita, me hipnotiza. Quisiera observarte, copiar cada detalle para saber cómo pasás de ser una sofisticada dama a un dramático suicida detenido al borde del precipicio. Pintarme las uñas, llenarme de tatuajes pervertidos y exhibirme semidesmayada en los sillones de mimbre de la abuela. Porque así sos vos, y podría llamarte “querido”, entornar los ojos y esperar sin sorprenderme una cachetada al mejor estilo Gilda. Y aunque si me oyeras en este instante me detestarías, no puedo evitarlo, entonces lo digo. Será que lo aprendí de vos. Y me importa un carajo.
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